carlos acosta córdova México, D.F., (apro).- Hace buen rato ya que América Latina no está dentro de las prioridades de la política exterior mexicana. Pero también es cierto que la globalización y la despiadada guerra comercial en el mundo hacen que la llamada “unidad latinoamericana”, en su sentido bolivariano, no tenga mayor acomodo en el mundo de hoy. Por tanto, es un exceso todo el ruido que se hace en torno de la confrontación entre Felipe Calderón y el presidente venezolano Hugo Chávez.
Chorros de tinta han corrido desde que a Calderón se le ocurrió descalificar, en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, a los gobiernos de Venezuela y Bolivia por sus afanes expropiatorios y nacionalizadores de sus industrias estratégicas. Que fue una estupidez del presidente mexicano; que qué barbaridad echarse encima a un peso pesado como Chávez; que qué necesidad había de buscarse broncas gratuitas; que fue una rudeza innecesaria; que está verde la canciller Patricia Espinosa y todo el equipo que conducirá la política exterior; que para qué se mete con Chávez si sabía que es un hombre que no se queda callado y se ampara en la fuerte presencia y popularidad que tiene en el subcontinente; que qué manera tan ‘nalgapronta’ –alguien lo dijo así-- de quedar bien con Estados Unidos; que… En fin, hemos leído y escuchado tantas interpretaciones en ese sentido –que en su mayoría dejan mal parado al presidente mexicano-- que, repito, me parece que se está exagerando.
No creo que el pleito con Chávez le quite el sueño a Felipe Calderón. Y tan no se lo quita que, a diferencia de Vicente Fox, no se ha callado ante las burlas y los improperios de Chávez, a quien –el viernes-- llamó indirectamente “valentón”, para luego invitarlo a dialogar, pese a las diferencias, “sin caer en exabruptos o descalificaciones personales”.
Es cierto que Calderón y su gabinete, como están empezando su aventura al frente del gobierno, evidencian inexperiencia y dan pasos erráticos en las complicadas lides diplomáticas. Pero no me parece que ese sea un argumento sólido, o al menos el fundamental, para explicar la conducta del presidente en Davos.
Por qué no pensar que todo fue calculado, incluidos los riesgos. Calderón sabía dónde estaba parado, a quién se dirigía, quién lo escuchaba y cuál era el mensaje que quería dejar. En ese impresionante espacio de los Alpes suizos se reúnen cada año presidentes, poderosos hombres de empresa y líderes internacionales en todos los ámbitos, para darle una repasada y repensada a la agenda pública internacional. Tampoco era la primera vez que Calderón acudía a Davos: cuando era presidente del PAN fue invitado como parte de los cien líderes internacionales del futuro. No puede pensarse entonces que fue una falta de materia gris lo que lo impulsó a confrontarse con Chávez.
Si me apremian, hasta podría decir que hábilmente Calderón se montó en la popularidad y el arraigo subcontinental de Chávez para ganar reflectores. Publicidad gratuita aun a costa de llevarse encima epítetos y calificativos muy del venezolano, como ese de “caballerito” e “ignorante”, y aun las críticas del presidente brasileño Luiz Inacio “Lula” da Silva, o del dirigente de la OEA, José Miguel Insulza, a quien el propio Chávez había calificado abiertamente como “pendejo”.
Pero no era eso lo que le importaba a Calderón sino, como lo han hecho los presidentes que le antecedieron y que han ido a Davos (Salinas, Zedillo y Fox), la idea era mostrar al país, ofrecerlo como espacio idóneo para la inversión. La intención de hacerlo en esa poco ortodoxa forma era, me parece, llamar la atención y empezar a hacerse presente en el concierto internacional. Simplemente. Los efectos, como la folclórica respuesta de Chávez –no exenta de razón cuando señala que el modelo económico de México poco hace para abatir la pobreza-- y las fuertes críticas en el país –que sugieren un desprecio a los “hermanos de América Latina”--, realmente tienen sin cuidado al michoacano.
Lo que subyace en la conducta del presidente es, ni más ni menos, un absoluto pragmatismo. Porque, ¿qué tanto le importa a Calderón –y desde hace buen rato a la política exterior mexicana-- la cada vez menos entendida “unidad latinoamericana”? Porque, qué tanto le importa a México y a sus gobernantes, en términos económicos y políticos, la relación con Venezuela, con Bolivia, con Ecuador, con Cuba y anexas? La defensa de Lula a Chávez en Davos era obvia. Entre ellos y sus países hay vínculos políticos y económicos estrechísimos –sobre todo a partir de la reciente incorporación de Venezuela al Mercosur-- que no los hay con México.
A Calderón y a México le importan más, obviamente, Estados Unidos, los países de Europa y aun los asiáticos, China sobre todo. Es decir, los que compiten con México, los que tienen posibilidades de invertir, hacer negocios, traer tecnología y generar empleos aquí. En esa lógica, sin los prejuicios de la fraternidad latinoamericana, se mueve Calderón. Y no es que sea una cosa personal. La propia historia de las relaciones comerciales, y la necesidad de una inserción más sólida en los mercados internacionales, lo llevan a eso.
Simplemente para dimensionar: en el 2005 México importó mercancías de Estados Unidos por 118 mil 547 millones de dólares y le exportó bienes por 183 mil 563 millones. Nada que ver con los 783 millones que ese año le compró a Venezuela o los mil 289 millones que le vendió. Mucho menos con las importaciones por 30 millones de dólares que llegaron de Bolivia –otro de los países criticados por Calderón-- o los 37 millones que le exportó. Todavía con Brasil las cifras son más respetables –importaciones por 5 mil 214 millones y exportaciones por 890 millones--, pero que no logran compararse con las de los principales socios europeos, como España, Alemania e Inglaterra.
Así las cosas, lo único que hizo Calderón fue montarse en la lógica de que las realidades y las necesidades económicas van por encima de algunos principios doctrinarios de política exterior, que hay que revisar, por cierto, a la luz de los cambios dramáticos que ha experimentado el mundo. Nos guste o no.
Entonces, insisto, no hay razón para rasgarse las vestiduras. Y más cuando ante la radicalización de Chávez, Calderón tiene la oportunidad de ganar presencia, para él y para el país, entre los países avanzados, que son los que realmente le interesan. Lo que hay que hacer, en todo caso, es emprender un análisis más sereno y ver si la agenda de política exterior nacional –si la hay-- es compatible con la de aquellos países, sobre todo con la de Estados Unidos.
Eso es lo que nos debe preocupar –porque en una de ésas podemos quedarnos colgados de la brocha--, y no los pleitos callejeros que tanto le gustan a Hugo Chávez. (2 de febrero de 2007)
Chorros de tinta han corrido desde que a Calderón se le ocurrió descalificar, en el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, a los gobiernos de Venezuela y Bolivia por sus afanes expropiatorios y nacionalizadores de sus industrias estratégicas. Que fue una estupidez del presidente mexicano; que qué barbaridad echarse encima a un peso pesado como Chávez; que qué necesidad había de buscarse broncas gratuitas; que fue una rudeza innecesaria; que está verde la canciller Patricia Espinosa y todo el equipo que conducirá la política exterior; que para qué se mete con Chávez si sabía que es un hombre que no se queda callado y se ampara en la fuerte presencia y popularidad que tiene en el subcontinente; que qué manera tan ‘nalgapronta’ –alguien lo dijo así-- de quedar bien con Estados Unidos; que… En fin, hemos leído y escuchado tantas interpretaciones en ese sentido –que en su mayoría dejan mal parado al presidente mexicano-- que, repito, me parece que se está exagerando.
No creo que el pleito con Chávez le quite el sueño a Felipe Calderón. Y tan no se lo quita que, a diferencia de Vicente Fox, no se ha callado ante las burlas y los improperios de Chávez, a quien –el viernes-- llamó indirectamente “valentón”, para luego invitarlo a dialogar, pese a las diferencias, “sin caer en exabruptos o descalificaciones personales”.
Es cierto que Calderón y su gabinete, como están empezando su aventura al frente del gobierno, evidencian inexperiencia y dan pasos erráticos en las complicadas lides diplomáticas. Pero no me parece que ese sea un argumento sólido, o al menos el fundamental, para explicar la conducta del presidente en Davos.
Por qué no pensar que todo fue calculado, incluidos los riesgos. Calderón sabía dónde estaba parado, a quién se dirigía, quién lo escuchaba y cuál era el mensaje que quería dejar. En ese impresionante espacio de los Alpes suizos se reúnen cada año presidentes, poderosos hombres de empresa y líderes internacionales en todos los ámbitos, para darle una repasada y repensada a la agenda pública internacional. Tampoco era la primera vez que Calderón acudía a Davos: cuando era presidente del PAN fue invitado como parte de los cien líderes internacionales del futuro. No puede pensarse entonces que fue una falta de materia gris lo que lo impulsó a confrontarse con Chávez.
Si me apremian, hasta podría decir que hábilmente Calderón se montó en la popularidad y el arraigo subcontinental de Chávez para ganar reflectores. Publicidad gratuita aun a costa de llevarse encima epítetos y calificativos muy del venezolano, como ese de “caballerito” e “ignorante”, y aun las críticas del presidente brasileño Luiz Inacio “Lula” da Silva, o del dirigente de la OEA, José Miguel Insulza, a quien el propio Chávez había calificado abiertamente como “pendejo”.
Pero no era eso lo que le importaba a Calderón sino, como lo han hecho los presidentes que le antecedieron y que han ido a Davos (Salinas, Zedillo y Fox), la idea era mostrar al país, ofrecerlo como espacio idóneo para la inversión. La intención de hacerlo en esa poco ortodoxa forma era, me parece, llamar la atención y empezar a hacerse presente en el concierto internacional. Simplemente. Los efectos, como la folclórica respuesta de Chávez –no exenta de razón cuando señala que el modelo económico de México poco hace para abatir la pobreza-- y las fuertes críticas en el país –que sugieren un desprecio a los “hermanos de América Latina”--, realmente tienen sin cuidado al michoacano.
Lo que subyace en la conducta del presidente es, ni más ni menos, un absoluto pragmatismo. Porque, ¿qué tanto le importa a Calderón –y desde hace buen rato a la política exterior mexicana-- la cada vez menos entendida “unidad latinoamericana”? Porque, qué tanto le importa a México y a sus gobernantes, en términos económicos y políticos, la relación con Venezuela, con Bolivia, con Ecuador, con Cuba y anexas? La defensa de Lula a Chávez en Davos era obvia. Entre ellos y sus países hay vínculos políticos y económicos estrechísimos –sobre todo a partir de la reciente incorporación de Venezuela al Mercosur-- que no los hay con México.
A Calderón y a México le importan más, obviamente, Estados Unidos, los países de Europa y aun los asiáticos, China sobre todo. Es decir, los que compiten con México, los que tienen posibilidades de invertir, hacer negocios, traer tecnología y generar empleos aquí. En esa lógica, sin los prejuicios de la fraternidad latinoamericana, se mueve Calderón. Y no es que sea una cosa personal. La propia historia de las relaciones comerciales, y la necesidad de una inserción más sólida en los mercados internacionales, lo llevan a eso.
Simplemente para dimensionar: en el 2005 México importó mercancías de Estados Unidos por 118 mil 547 millones de dólares y le exportó bienes por 183 mil 563 millones. Nada que ver con los 783 millones que ese año le compró a Venezuela o los mil 289 millones que le vendió. Mucho menos con las importaciones por 30 millones de dólares que llegaron de Bolivia –otro de los países criticados por Calderón-- o los 37 millones que le exportó. Todavía con Brasil las cifras son más respetables –importaciones por 5 mil 214 millones y exportaciones por 890 millones--, pero que no logran compararse con las de los principales socios europeos, como España, Alemania e Inglaterra.
Así las cosas, lo único que hizo Calderón fue montarse en la lógica de que las realidades y las necesidades económicas van por encima de algunos principios doctrinarios de política exterior, que hay que revisar, por cierto, a la luz de los cambios dramáticos que ha experimentado el mundo. Nos guste o no.
Entonces, insisto, no hay razón para rasgarse las vestiduras. Y más cuando ante la radicalización de Chávez, Calderón tiene la oportunidad de ganar presencia, para él y para el país, entre los países avanzados, que son los que realmente le interesan. Lo que hay que hacer, en todo caso, es emprender un análisis más sereno y ver si la agenda de política exterior nacional –si la hay-- es compatible con la de aquellos países, sobre todo con la de Estados Unidos.
Eso es lo que nos debe preocupar –porque en una de ésas podemos quedarnos colgados de la brocha--, y no los pleitos callejeros que tanto le gustan a Hugo Chávez. (2 de febrero de 2007)
Comentarios: cgacosta@proceso.com.mx